jueves, 19 de julio de 2012

¡Ojo! Somos seres solos.

Elena Anele, iba todas las mañanas al kiosko a comprar un paquete de cigarrillos, -los más baratos, por favor- y un chocolate blanco, de esos chiquitos con figuritas. Yo la escuchaba desde mi puerta cuando me sentaba a fumar antes del desayuno, y esperaba que lleguen los primeros rayos del sol a mis pies; siempre a las 8:36, llegaba con su pasito robot, en sus uñas una pintura roja sangre y los zapatos de cuero negro desataban altamente sus medias anaranjadas, la nariz roja como su bufanda y algo de lagañas en los ojos. Elena era muy blanca, y tan vieja que no miraba a nadie.
Yo, por ese tiempo, siempre tenía frío, los guantes se me llenaban de olor a humo, y los hombres me decían que dormían tranquilos en el olor de mi cuello.
Imaginaba siempre que Elena fumaría su último cigarrillo conmigo, pero la noche que  me senté junto a ella en el café, sólo pude decirle que estaba obsesionada con los nombres capicúa.

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